América Latina vio hace un año cumplir sus peores presagios: un brasileño que llegó de Italia daba positivo en Sao Paulo el 26 de febrero de 2020 por COVID-19 y hacía saltar las alarmas en la región, con sistemas de salud más frágiles que en Europa.
Desde entonces, 21 millones de latinoamericanos se han contagiado y casi 700 mil han muerto, mientras que la debacle económica amenaza con lastrar los avances conseguidos y el futuro de la región. Según las proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), América Latina y el Caribe experimentaron una contracción del 7.4 por ciento en 2020.
La llegada de las primeras vacunas ofrece esperanza pero la desigualdad en el acceso a más lotes, el reto logístico y la lentitud en su distribución, además de la corrupción, invitan a la precaucación. Además, las nuevas variantes evidencian que el virus está lejos de controlarse en la región epicentro mundial de la pandemia.
Quiero enfatizar que ciertamente no estamos fuera de peligro”, aseveró este miércoles la directora general de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), Carissa F. Etienne.
Cierres tempranos
Después de Brasil, los países informaron de sus primeros casos a cuentagotas hasta llegar a tener un aumento constante; Ecuador (27 de febrero), México (28 de febrero), República Dominicana (1 de marzo), Argentina y Chile (3 de marzo) o Colombia, Costa Rica y Perú (6 de marzo).
Un paciente de 64 años, residente en Buenos Aires, que había estado en Europa y padecía diabetes, hipertensión, bronquitis crónica e insuficiencia renal, se convirtió el 7 de marzo en el primer fallecido en América Latina.
Con la mirada puesta en Italia o España, donde la cifra de muertos iba escalando rápidamente, pronto todos los países empezaron a cerrar fronteras, comercios no esenciales y las mascarillas se convirtieron en un lenguaje común en las calles.
A pesar de ser el primero en detectar un contagio, Brasil fue el último en tomar medidas, asegura a Efe la economista chilena experta en políticas públicas de salud Carolina Velasco.
Pero a pesar de la celeridad, las muertes empezaron a hacerse visibles fuera de los hospitales, allí donde los sistemas sanitarios fueron incapaces de aguantar el primer embate de la crisis. Conseguir un entierro digno se convirtió en abril en una quimera en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil.
El virus aterrizó sobre todo en las grandes ciudades latinoamericanas a través de pasajeros internacionales y más tarde migró hacia otros territorios del interior, como en el caso de Argentina, donde en un principio Buenos Aires tenía el 90 % de los casos, que se acabaron trasladando a provincias del centro.
O en Perú, como explica Velasco, donde el “regreso masivo ante los cierres de la población hacia regiones con un sistema de salud más débil” generó un fuerte impacto, en un país que llegó a tener en septiembre la tasa de muerte más alta por cada 100 mil personas del mundo, en 98.06, según la Universidad Johns Hopkins.
Brasil y México, liderazgo dudoso
Para agosto y septiembre, países como Colombia -con una de las cuarentenas más largas, de 160 días-, Panamá, Bolivia y Costa Rica empezaron una reapertura gradual o a flexibilizar más las medidas. También algunas fronteras aéreas empiezan a reabrir en El Salvador o Guatemala.
La crisis sanitaria puso a prueba a los líderes de la región. Su gestión fue decisiva: la negación de la gravedad del virus causó muertes y la apuesta por el rastreo las evitó, coinciden los expertos consultados por Efe.

